Debo comenzar diciendo que no soy historiador. Me gustó siempre la historia y me gustaron mucho más las historias pequeñas, las anécdotas, aquellas acciones que le daban sabor a lo ocurrido. Muchas veces las historias mínimas contradicen la historia oficial. Al ser verdaderas muestran que la historia oficial es una construcción armada por quienes creen que esa versión es lo mejor para el país o para que los niños aprendan rápidamente los valores que se quieren enseñar.
Los oficialistas se aferran al relato oficial y acusan a quienes encontraron documentación contradictoria de ser poco profesionales o de actuar defendiendo intereses espurios. Los oficialismos tratan de indicarnos cual es la verdad. Que relato se debe repetir para no ser condenado al ostracismo. Pero las verdades no son absolutas. Son objetivas, dependen de la historia y son concretas. Pienso que la historia oficial da elementos para justificar hechos injustos del presente o trata de formar un futuro acorde con lo necesario para las elites ilustradas.
El pensamiento es dialéctico. Se necesita del otro para contraponer razonamientos. Así es como me presento con este libro para contar las otras cosas, aquello que la minoría ilustrada considera innecesario o repudiable. Una carta o un acuerdo encontrados por un “ratón de biblioteca” puede cambiar un relato de años. Y los dueños de la verdad histórica se vuelven locos porque sus piezas empiezan a ser de barro. En mi país por 200 años se ha discutido sobre la autoría del llamado “plan de operaciones” y sobre su aplicación por la llamada primera junta. Sus descalificaciones y el hecho de ser adjudicado a un enemigo de la revolución (por un lado) o a un patriota exaltado y fanático (por el otro) hizo que no llegara masivamente a docentes o alumnos de la historia manteniéndose su análisis en un ámbito de sesudos académicos. El asunto pareció quedar saldado cuando, hace pocos años, se encontró que parte del plan fue copiado de una novela francesa del siglo 18. Todos parecen quedarse tranquilos con el descubrimiento de un “ratón de biblioteca”, alguien apasionado por la historia pero que, como yo, no tiene los correspondientes títulos académicos. Para muchos historiadores que solo buscaban saber si el secretario de la primera junta era el autor
del plan de operaciones la discusión estaba terminada. El escrito también llevaba a pensar sobre la ideología de la revolución. Más aún, el plan, a los ojos de algunos, permitía desprestigiar la causa
americana. Para mi, que no estoy enfrascado en las discusiones académicas sobre la autenticidad del escrito, el
descubrimiento no significa nada. ¿me contradigo con lo que escribí más arriba?
Por mi profesión de “ratón de biblioteca” no me interesa pasarme años analizando un documento o discutiendo sobre su validez. Me interesa la anécdota, me entretiene lo ocultado por la historia oficial, me atrae lo caratulado de apócrifo. Quizás por aquello de que también hay otra historia, la de los negados, la de los olvidados, la de los que sufren la exclusión. Las pequeñas historias muchas veces hablan de ellos mientras que las historia oficial habla de reyes, de grandes militares, de éxitos, de grandes campañas. Los héroes nacionales se presentan puros, morales y sin manchas. Por eso me alegra cuando aparece alguien que inocentemente dice que el rey está desnudo. Con este libro pretendo que estemos orgullosos de ser americanos, o por lo menos conscientes de serlo. Muchos intereses de todo tipo nos evitan que nos sintamos partícipes de una patria grande. Voy más allá. Me gustaría que nos sintamos una civilización. Lo somos y tenemos miedo o nos nos
permiten llamarnos civilización. Quisiera que este libro nos haga sentir partícipe de un todo civilizatorio.
Las 52 semanas en el continente americano no es un estudio ordenado o científico. No es una crónica rigurosa. Es un mosaico desparejo y amontonado donde traté de incluir hechos de todos los países del
continente y a la mayoría de sus héroes americanos. Ya que vivimos separados a pesar de ser hermanos, de tener un mismo tronco histórico, un mismo idioma, una misma religión, por lo menos conozcámonos. Es mucho más lo que falta que lo que se brinda. A pesar de los errores y las falencias espero que este libro les guste.
Daniel Velázquez nació en 1953. Es ingeniero químico de profesión. A lo largo de su carrera trabajó en empresas nacionales e internacionales y fue durante siete años vicepresidente de Ambiente y Desarrollo Sostenible en el Centro Argentino de Ingenieros. Ejerció la docencia en la Universidad del Comahue, la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Tecnológica Nacional. Creó y dirigió durante 14 años el sitio WEB dsostenible dedicado al tema ambiental que tenía más de 2.600 visitas diarias.
Apasionado por la historia desde siempre, decidió seguir ese interés con la misma rigurosidad técnica que aplicaba a su trabajo. A lo largo de 2020 hizo el curso Historia y patrimonio organizado por Cabildo del Congreso Nacional de Paraguay. Creó el grupo Amigos de la Historia Americana en Facebook, donde publicó más de mil artículos.
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